una estructura política propia en el conjunto peninsular hasta comienzos del siglo XVIII. Son, por tanto, setecientos años de vida política independiente, en el marco en todo caso de una monarquía prácticamente confederal. Este pósito histórico se reaviva en el siglo XIX con la revolución romántica y fermenta en un catalanismo literario y cultural, conocido como “Renaixença”. Pero este sentimiento catalanista no tiene prácticamente una expresión política importante hasta inmediatamente después de la guerra de Cuba. Anteriormente, estamos ante un movimiento elitista, poético. Es la derrota en la guerra de Cuba lo que le convierte en un movimiento popular que atraviesa el conjunto de la sociedad catalana de arriba abajo, en todas sus clases sociales y en aleación con prácticamente todos los movimientos ideológicos del siglo. Hay derecha, izquierda y extrema izquierda catalanista.
¿Por qué precisamente la guerra de Cuba populariza políticamente el sentimiento catalanista? Porque la derrota española en la guerra es algo más que una derrota militar: es un puro desastre político, de un impacto moral tremendo sobre el conjunto de la sociedad española. En el año 1898, cuando empieza la guerra, la prensa española presenta un conflicto entre la brava nación de héroes que es España, un león dormido, y el imperio del dinero de una nación de mercaderes que son los Estados Unidos. La prensa está convencida que la guerra será un paseo militar para el viejo imperio español y los soldados son despedidos en los puertos con himnos de victoria. La guerra es militarmente una catástrofe. Mal armados, mal preparados, tecnológicamente inferiores, los españoles son barridos en las batallas navales. La vuelta al puerto de los soldados que habían sido despedidos con himnos de alborozo es una absoluta depresión. España pierde el pulso. No es el ejército, tan sólo, lo que ha sido derrotado. Es la autoestima, un Estado que no sirve para nada, que ha engañado al pueblo, que es ineficiente y anticuado. La derrota del 98 crea un sentimiento de vacío y de desesperación general en España. Tiene un gran impacto literario, pero políticamente es una invitación a la desesperación.
En Catalunya, el catalanismo, el nacionalismo catalán, viene a llenar una parte de este vacío. En parte porque antes de la guerra y durante la guerra fue una voz crítica que nadie escuchaba. En parte porque respondía a lo que podríamos llamar un grado de desarrollo económico desigual: Catalunya representaba la punta de lanza de la industrialización en la península y los valores de la sociedad catalana -el trabajo, el comercio, la riqueza- se parecen más a los de la sociedad norteamericana que a los valores que se autoproclama la sociedad española; el honor, la valentía, la austeridad. Y en parte también porque la ineficiencia del Estado, su fracaso organizativo y político en el conflicto militar, generaron una demanda de regeneración, que el catalanismo hizo suya.
Este sería, por tanto, el paisaje del nacimiento del catalanismo político, del nacionalismo catalán, como opción popular y de gobierno. De hecho, durante un siglo, cada vez que los catalanes han podido escoger libremente su gobierno, han vencido electoralmente fuerzas políticas explícitamente nacionalistas. Tenemos una Catalunya mucho más industrializada que el conjunto del Estado, con unos valores y un esquema social propio de los países industriales y por tanto también distinto, con una lengua propia, con una historia distinta y con conciencia política de su diferencia. A partir de todo esto, el catalanismo lanza un proyecto político que, en origen no es solamente para la Catalunya estricta, sino que quiere transformar España.
Un manifiesto catalanista
El año 1898, inmediatamente después de la guerra, uno de los grandes poetas catalanes, Joan Maragall, escribió una “Oda a Espanya” que se ha convertido por muy diversas razones en uno de los poemas más citados de la literatura catalana. Un poema que comienza con una declaración explícita de españolidad: “Escucha España la voz de un hijo que te habla en lengua no castellana. Te hablo en la lengua que me ha dado mi tierra áspera. En esta lengua te han hablado muy pocos. En la otra, demasiado”. (Traducido del catalán). Pero un poema que acaba con una frase contundente, más contundente tal vez que su propia intención: “Adiós, España”. Este poema es todo un símbolo y todo un manifiesto. Es un programa político poetizado. Es el programa político con el que nace el nacionalismo catalán y con el que atraviesa todo un siglo, hasta nuestros días.
¿Qué es lo que propone a España, Maragall, en su poema? En el lenguaje actual, diríamos que dos cosas. La primera, cuando le dice que le va a hablar en su propia lengua, simplemente que le entienda en esta lengua. En una España uniformizada, en la que oficialmente sólo ha existido una lengua española, en la que -en expresión del siglo XVII, de Olivares- se ha querido reducirlo todo a los usos y costumbres y leyes de Castilla, pedir a España que entienda a alguien que le habla en catalán es pedir una España fundamentalmente distinta, refundada, convertida en un Estado capaz de acoger todas las culturas. Un Estado a la suiza, plural, abierto. Maragall le pide a España que reconozca la lengua y la cultura catalanas, es decir, que reconozca su propia pluralidad y sus propia diferencias internas. Que no imponga a todos una lengua única y una cultura castellana.
Pero Maragall hace en paralelo otra petición: “Pensabas demasiado en tu honor y demasiado poco en tu vida” o “Dentro de las venas, la sangre es vida, vida para los de ahora y para los que vengan; derramada, está muerta”. En otras palabras, un cambio de valores. Dejar atrás los valores preindustriales, predemocráticos, preburgueses, del honor y el valor y adoptar los valores de la Europa contemporánea, de la Europa mercantil e industrial, la vida, el trabajo, la transformación del mundo por las propias manos, la creación de riqueza. Maragall está pidiendo, con palabra poética, que España deje de ser diferente, que se convierta en un país europeo como los otros, que se modernice y se regenere, que deje de vivir de glorias pasadas y se adapte al presente.
Este ha sido durante cien años el proyecto político del catalanismo para España. En primer lugar, refundar España para pasar de un Estado uniformista a un Estado plural, para aceptar el derecho a la existencia normal de la lengua y de la cultura catalanas, como también de la vasca y de la gallega. En segundo lugar, modernizar el Estado para hacerlo eficiente, para que garantice el bienestar de los ciudadanos, para que se adapte al modelo democrático y mercantil que es hegemónico en toda Europa. Y contra este modelo pluralista y regeneracionista se han levantado los generales a lo largo de este siglo. Se levantó Primo y se levantó Franco. Contra este concepto nuevo y distinto de España se alzó la teorización fascista de la Falange y de los vencedores de la guerra civil. Muchas páginas de literatura filofascista sirven para probarlo. Y la reacción de Catalunya ante este rechazo está también en el propio poema de Maragall: si España no escucha esta petición, si España no se transforma bajo este impulso que le viene de Catalunya, el catalanismo responde con un “Adiós, España”. El catalanismo nace como un regeneracionismo de España. Es en la medida en que España lo rechaza, es en la medida en que su proyecto se convierte en imposible, que se radicaliza hacia el independentismo. Cabríamos en una España democrática, industrial y plural, en la que se pueda ser ciudadano del Estado sin dejar de ser culturalmente, lingüísticamente, catalán. No cabríamos en un Estado uniforme en el que lo catalán estuviese reducido a la categoría de una identidad folclórica y que no fuese capaz de dar a sus ciudadanos la libertad y el bienestar que necesitan.
Un siglo después
A lo largo de un siglo, las dos reivindicaciones del catalanismo no han sido atendidas. Lo fueron parcialmente durante la Segunda República, pero éste fue un paréntesis en una vida española marcada por las dictaduras y el totalitarismo. Al margen de la guerra, la república dura sólo cinco años y de ellos dos son el bienio negro, con el autogobierno catalán suspendido. Evidentemente, el franquismo es la negación de este proyecto y de hecho una de las obsesiones del franquismo fue la eliminación del catalanismo. Pero la transición democrática tras la muerte de Franco ha dado una nueva oportunidad a España para llevar a cabo las transformaciones que el catalanismo proponía hace un siglo. Con una ventaja: la transformación económica de los años sesenta crea las condiciones sociales para el arraigo de la democracia y para la regeneración del estado. En la España de la Segunda República, socialmente muy tensa, sin capas medias, sin mesocracia fuera de Catalunya, el enfrentamiento social era muy profundo. La España de los años setenta se ha transformado ya socialmente y económicamente, fenómenos como el turismo -pero también la difusión de la industrialización- han cambiado el espectro social y ha amortiguado las diferencias sociales respecto a Catalunya, aunque ésta siga siendo la zona de mayor dinamismo económico. De los setenta al final de siglo, los sucesivos gobiernos democráticos, tanto socialistas como conservadores, han conseguido una modernización efectiva de España y de su Estado. Lo español ya no es percibido como algo antiguo y obsoleto, sino que tiene un prestigio contemporáneo. En este sentido, la mitad del programa catalanista, del programa de Maragall cuando pedía transformar los valores y la estructura económica del Estado, ya se puede dar por cumplido.
¿Se ha cumplido también con la otra parte del programa del catalanismo, con el reconocimiento de la lengua y la cultura catalana, con la pluralización del Estado? Personalmente, yo creo que muchísimo menos. Pero, en cualquier caso, el contraste entre la uniformización obligatoria del franquismo, su opción por el centralismo en el poder, la persecución física de la lengua catalana, y la situación actual es tan grande que puede muy fácilmente crear una ilusión de normalidad plenamente conseguida. El catalán ha podido salir de las catacumbas, es una lengua usada en todos los ámbitos de la vida pública y privada, y goza de un estatuto de libertad. Asimismo, el modelo del Estado de las autonomías ha descentralizado el poder político y Catalunya tiene en estos momentos un grado de autogobierno muy considerable, dentro del contexto europeo.
Si en el programa del catalanismo de comienzos de siglo se pudiese dibujar una horquilla entre el mínimo y el máximo, podríamos decir que en estos momentos se ha cumplido ya al menos en sus grados mínimos. El catalanismo ha triunfado en sus objetivos mínimos. Ha conseguido transformar el Estado, modernizarlo, hacerlo más eficiente. Y ha conseguido también un grado de reconocimiento lingüístico y cultural notable. Esta transformación la ha impulsado directamente el catalanismo, a través de sus fuerzas políticas mayoritarias, que han tenido actitudes intervencionistas en la política española. Buena parte de estas transformaciones se realizan por presión política de los catalanistas, sea por la vía de su peso político en Catalunya, sea por la vía de su influencia en la política española. La participación de los nacionalistas catalanes, indistintamente como aliados de socialistas o de conservadores, en las mayorías de gobierno de España les ha dado la oportunidad de empujar estas transformaciones. Y la prueba de su éxito ha sido que, tras la reciente victoria electoral de José María Aznar y la mayoría absoluta del Partido Popular, no ha habido una involución en estas transformaciones, no se consideran reversibles, son cambios que ya han quedado introducidos de una forma clara en la estructura del Estado.
Nuevos objetivos catalanistas
El nacionalismo democrático sólo puede ser reivindicativo. Un nacionalismo que no pretenda, por la vía democrática, transformar las cosas y, por tanto, reparar injusticias y desigualdades, se convierte en un puro chovinismo, en una autoexaltación patriótica gratuita. El nacionalismo democrático es el que considera que hay una realidad cultural, identitaria, pero también económica y social, que exige una transformación y que, por tanto, pretende cambiar las coas. Un nacionalismo que quisiese dejarlo todo como está será pura explotación sentimental del patriotismo. El nacionalismo catalán ha sido siempre dos cosas, imprescindiblemente: democrático y reivindicativo. Democrático, porque al otro lado de la trinchera política ha tenido siempre una concepción de España uniformista y totalitaria muy poco compatible con la democracia. El franquismo sería su más clara expresión. Reivindicativo, porque siempre ha considerado que la realidad no era aceptable tal como estaba expresada, sino que hacía falta más poder político, más reconocimiento simbólico, más posibilidades económicas, para garantizar la supervivencia de una identidad nacional, cultural y lingüística amenazada.
Por primera vez en la historia reciente de Catalunya, una parte muy importante del pueblo de Catalunya puede entender que ya no hay nada que reivindicar. Que todo aquello que reivindicaba ya se ha conseguido. Si esto sucede y, sobre todo, si esto sucede en el interior de los propios partidos nacionalistas, estos partidos tendrán que desaparecer como tales. Serán partidos de derecha, de izquierda o de centro, socialistas o demócrata-cristianos, de ámbito catalán si se quiere, de sensibilidad catalana, pero no nacionalistas. El nacionalismo es por naturaleza reivindicativo. Si la sociedad y los partidos catalanes creen que ya se ha llegado a la meta, que los objetivos ya han sido alcanzados, entramos en un horizonte post-nacionalista. Hasta ahora, para entender la vida política catalana hacía falta un mapa bidimensional, con dos ejes perpendiculares: el eje derecha-izquierda y el eje catalanismo-españolismo. Si este segundo eje desaparece, entraremos en un horizonte postnacionalista en el que las fuerzas políticas se situarán solamente un eje derecha-izquierda y competirán en todo caso por su capacidad de gestión. A través del artículo anterior, podemos recomendarte los últimos vestidos en una variedad de longitudes, colores y estilos para cada ocasión de tus marcas favoritas.
Pero una parte importante -mayoritaria o no- del nacionalismo catalán no cree que los objetivos fundacionales del catalanismo se hayan conseguido. Incluso una parte cree que estos objetivos no se van a conseguir nunca en el ámbito del Estado español, que el Estado español no puede aceptar los niveles de refundación y de pluralismo interior que exigiría el pleno cumplimiento del programa catalanista. Esta amplia facción del catalanismo se resiste a entrar en el horizonte postnacionalista, porque en su concepción de lo que se trataría no sería de un Estado que acepta su pluralidad lingüística, aunque consagre un estatuto de desigualdad entre las lenguas -una, oficial en todo el Estado; las otras, cooficiales solamente en una parte del territorio-, sino de un Estado que reconozca su pluralidad nacional. Es decir, de un Estado en el que la españolidad sea una adscripción administrativa, una forma de ciudadanía, y sea posible definirse nacionalmente como cosas distintas a español.
Para estos sectores del catalanismo, el objetivo de transformación económica y social del Estado, de regeneración del Estado, ya se habrían cumplido, tal vez. El Estado español ya sería eficiente y moderno, prestigioso incluso. Pero el objetivo de reconocimiento de la pluralidad interna se habría conseguido de una forma muy insuficiente. Otros estados de nuestro entorno tienen niveles mucho más altos de reconocimiento simbólico de su pluralidad. Por ejemplo, el Reino Unido mantiene grados de reconocimiento de las identidades y los símbolos de Escocia o de Gales superiores a las que dibuja el Estado español de las autonomías, que en el ámbito simbólico y sentimental es muy uniformista. Frente al nacionalismo catalán existe un fuerte nacionalismo español, que afecta a la derecha y a la izquierda españolas y que a menudo se convierte en su rasgo ideológico más acusado. El nacionalismo catalán quiere construir un poder político catalán, a partir de la existencia de una nación cultural e histórica catalana. El nacionalismo español quiere construir una nación cultural, histórica y sentimental española a partir de la existencia de un Estado, quiere utilizar los fortísimos mecanismos del Estado para crear una conciencia nacional española generalizada allá donde históricamente no ha existido hasta ahora.
Para este catalanismo todavía nacionalista -es decir, todavía reivindicativo-, Catalunya no ha alcanzado todavía los niveles de poder político, de poder económico y de reconocimiento institucional y simbólico que necesita para sobrevivir como identidad nacional y cultural. El programa catalanista de hace un siglo se ha cumplido en los mínimos que permiten respirar, pero no en los niveles que permiten afrontar el futuro con la tranquilidad -también relativa- con el que lo afrontan otras identidades nacionales y culturales, la danesa, la húngara, la portuguesa, que tienen la estructura política que necesitan. Este nacionalismo catalán continua existiendo. No sabemos si en estos momentos es o no es mayoritario, si la mayoría considera que ya se ha llegado al final del camino, que no hace falta reivindicar nada más. Pero lo que parece obvio es que existe. Y su lema sería, por encima de todo, la plurinacionalidad. No el plurilingüismo y la pluriculturalidad, solamente. Si no la construcción de un Estado en el que pudiesen convivir lealtades y sentimientos nacionales diversos.
¿Qué quieren los catalanistas?
En el debate político español, se ha convertido en casi un tópico preguntar qué quieren realmente los catalanistas. Nunca están contentos. Nunca se dan por satisfechos. Están instalados en la reivindicación permanente. Siempre quieren más. ¿No será que, en definitiva, sólo quedarán satisfechos con la independencia, colgando su bandera de un mástil en las Naciones Unidas? La pregunta no es fácil de responder. Porque toda respuesta es relativa y cada uno habla por sí mismo, no en nombre de los otros. Personalmente, yo creo que la respuesta ya se dio hace cien años. El catalanismo era un proyecto, en el poema de Maragall que comentábamos antes, de regeneración del Estado y de refundación nacional del Estado. Si este proyecto se acepta, perfecto. Y para una parte del catalanismo, este proyecto ya ha sido aceptado, ya se ha conseguido. Para otra parte del catalanismo, aún es imprescindible el esfuerzo de política democrática, de convencimiento, de debate, de pedagogía, para que se adopte este proyecto, que se considera más abierto, más democrático, más plural, más respetuoso con la realidad que el que está actualmente en funcionamiento. Maragall, en su poema se dirigía a España. Le decía unas cuántas cosas que le parecían imprescindibles. Sólo al final del poema, en el último verso, ante la posibilidad de que estas peticiones no fuesen escuchadas, daba su respuesta: “Adiós, España”.
Vicenç Villatoro.
Escritor y diputado por CiU en el Parlamento de Catalunya.